Daniel  10, 5-19

Levanté la vista y vi aparecer un hombre vestido con túnica de lino y con un cinturón de oro; su cuerpo era como el topacio, su rostro como un relámpago, sus ojos como antorchas, sus brazos y piernas como destellos de bronce pulido, sus palabras resonaban como una multitud. Solo yo veía la visión; la gente que estaba conmigo, aunque no veía la visión, quedó llena de terror y corrió a esconderse. Así quedé solo; al ver aquella magnífica visión me sentí desfallecer, mi semblante quedó desfigurado y no hallaba fuerzas. Entonces oí ruido de palabras, y al oírlas caí desvanecido con el rostro en tierra. Una mano me tocó, y me hizo apoyar tembloroso sobre mis rodillas y sobre las palmas de mis manos. Luego me habló:
– Daniel, predilecto: fíjate en las palabras que voy a decirte y ponte de pie, porque me han enviado a ti.
Mientras me hablaba así, me puse de pie temblando. Me dijo:
– No temas, Daniel. Desde el día aquel en que te dedicaste a estudiar y a humillarte ante Dios, tus palabras han sido escuchadas y yo he venido a causa de ellas. El príncipe del reino de Persia me opuso resistencia durante veintiún días; Miguel, uno de los príncipes supremos, vino en mi auxilio; por eso me detuve allí junto a los reyes de Persia. Pero ahora he venido a explicarte lo que ha de suceder a tu pueblo en los últimos días. Porque la visión va para largo. Mientras me hablaba así, caí rostro en tierra y enmudecí. Una figura humana me tocó los labios: abrí la boca y hablé al que estaba frente a mí:
– La visión me ha hecho retorcer de dolor, y no tengo fuerzas. ¿Cómo hablará este servidor a tal señor? ¡Si ahora las fuerzas me abandonan y he quedado sin aliento! De nuevo una figura humana me tocó y me fortaleció. Después me dijo:
– No temas, predilecto; ten calma, sé fuerte.
Mientras me hablaba, recobré las fuerzas y dije:
– Me has dado fuerzas, señor, puedes hablar.
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